Revista El Dolor 42 | Junio 2003 - Año 13 | Caso Clínico

Psicología en Cuidados Paliativos: apuntes de un diario personal

Páginas 26-33
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Ps. Susana Muñoz³

Psicóloga Especialista en Cuidados Paliativos. Directorio Asociación Chilena de Psicooncología

Resumen

Mi primer encuentro con Ahydé fue en el hospital, durante una consulta que ella tenía con el doctor Arévalo, jefe de la unidad de cuidados paliativos. A él le parecía que había llegado el momento de iniciar el apoyo psicológico, básicamente porque la notaba, según me había dicho cuando me expuso el caso, "demasiado tranquila, como si no se diera cuenta de la gravedad de su estado". Además, estaba seguro que la familia, especialmente sus hijas, necesitaría mucho apoyo para sobrellevar el doloroso proceso de deterioro, agonía y muerte de la paciente.
Ahydé mostraba una pequeña herida junto a la comisura izquierda de sus labios. No era algo que impactara a la vista: parecía un afta común y corriente. Pero era un melanoma de tipo primario, con muy mal pronóstico según el doctor Arévalo. Seis años antes, un Papanicolau de rutina le había anunciado un cáncer cérvico-uterino. Se lo detectaron justo a tiempo para operarla y tratarla con radioterapia hasta remitir la enfermedad. Ahora, sentada frente a la mesa del doctor, no se veía nada bien. Su rostro reflejaba un cansancio crónico, al igual que su mirada, un tanto vacía además, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos de nuestra conversación. Acababa de cumplir 52 años y parecía de 70.
Pensé en mi mamá que cumplió 50 años en febrero pasado.
¿Y si fuera ella la enferma?... a cualquiera le puede pasar... Mi abuela murió a los 58 años de un cáncer gástrico, cuando mi mamá tenía 26, un poco menor que yo ahora...

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Ahydé tiene cuatro hijos y tres nietos. Juan, el padre de sus hijos, desapareció hace siete años. Luego de una discusión con ella abandonó la casa dando un portazo y nunca más supieron de él. Recuerda haberle escuchado gritar que iba a comprar cigarrillos. Ahydé vive en Concepción, en el sector de Lomas Coloradas, con dos de sus hijas: Javiera, de 17 años, y Loreto, de 22, esta última acompañada de su pareja y una pequeña de 4 años. Pilar, de 25, vive en Chiguayante con su marido y sus dos hijos de 5 y 3 años. Manuel, el único hombre, cumplió 19 y hace un año que trabaja en Chiloé, en el campo de un tío, "para alejarlo de las drogas", me aclara Ahydé sin más detalles. Ella intuye que yo no necesito más para comprender el dolor, la vergüenza y la angustia que la embargan. Pero no da todo por perdido: "... yo creo que volverá al buen camino... siempre fue un niño muy bueno... y cariñoso... hasta que lo agarró esa maldición... usted sabe... la famosa pasta base...".
Ahydé sostiene la familia con la venta de sus tejidos a palillo y algún dinero que aporta su hija Pilar. El yerno que vive en la casa también ayuda, pero entre todos apenas alcanzan a cubrir las necesidades básicas. Antes del cáncer cérvico-uterino, trabajó casi treinta años como vendedora de una tienda de cosméticos. Ahora está pensando en conversar con su antigua jefa para volver a trabajar en las mañanas. El doctor Arévalo está en lo cierto: Ahydé no tiene conciencia de su pronóstico. Me recita casi literalmente el diagnóstico que éste le comunicó hace un par de semanas, pero no reconoce sus consecuencias. Como la mayoría de las personas en esta situación, está negando su enfermedad. A duras penas, y con un dejo de resignación, había aceptado el apoyo psicológico que por mi intermediación le ofreció el Doctor Arévalo cuando la conocí: "Bueno... lo que ustedes digan, doctor... no tengo problema de conversar con la señorita". La casa de Ahydé es muy modesta, una vivienda progresiva a la que con mucho esfuerzo agregaron una pieza tipo Hogar de Cristo para dar algo de privacidad a Loreto y su 

 

pareja. Llegué a las 10 de la mañana. El aire helado del invierno se colaba por todas partes. Aún no se levantaba, y me dispuse a conversar con ella sentándome en una desvencijada silla de madera al borde de su cama. Javiera apareció de malas ganas con un modesto desayuno: la mitad de una hallulla fría y un jarro de té. Apenas me saludó. Sentí que para ella yo no era más que una entrometida.
Ahydé se mostró incómoda, ansiosa. Mientras yo intentaba enhebrar una conversación, ella inspeccionaba cada objeto de la pieza como si por primera vez lo reconociera en su pobreza y dudosa utilidad. Esbozaba algunas explicaciones inconclusas: "...somos muy pobres... a veces no tengo ánimo para ordenar... y las chiquillas que no ayudan mucho... son tan jóvenes... pero esta otra semana voy a hablar con la señora Helena para empezar a trabajar en la tienda... aunque sea en las mañana... unos pesitos más nos van a venir bien... lo que más me preocupa es mi nieta... qué culpa tiene ella...".
La sentí sola, aferrándose ansiosamente a la ilusión de seguir siendo la mamá protectora, responsable por sus hijos y nietos, sin pensar en ella misma, ni siquiera ahora, cuando se encuentra gravemente enferma. ¿Cuánto habrá de genuina negación respecto de su cáncer, y cuánto de
 
conciente disimulo para no preocupar y hacer sufrir a los demás?
La herida del labio le molestaba pero no le dolía tanto. Lo que le preocupaba era cómo mejor maquillarla, "tan fea que se ve una cosa así, sobre todo cuando una atiende público… y para vender cosméticos más encima". No demostraba tener ninguna idea de que el melanoma le consumiría buena parte de la cara, y la vida, más temprano que tarde. Las hijas sí sabían, el doctor me dijo que les había hablado claro. Sin embargo yo las vi comportarse desaprensivamente con su madre. Ambas me parecieron irresponsables, poco preocupadas, demasiado desvinculadas. Tengo que citarlas para conversar con ellas.

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Camino a casa recordé con pena que hace algunos meses mi mamá me confesó que no había estado el tiempo suficiente con mi abuela: "me escapé... no quería enfrentarme a la realidad... era muy doloroso ver a mi mami así, cuando siempre había sido una mujer tan activa y llena de vida... Si hay algo de lo que todavía me arrepiento, es de no haber estado más cerca de ella en los últimos días de su vida...". Presentí que si mi mamá tuviera cáncer, yo estaría ahí con 

ella, cuidándola y acompañándola hasta el final.

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Pilar, Loreto y Javiera concurrieron hoy al hospital. Tuvieron una sesión con Inés, la enfermera del equipo, para revisar los aspectos de educación vinculados a los cuidados de enfermería. Después fueron a conversar conmigo como lo habíamos acordado telefónicamente. En un comienzo no fue fácil, pero logramos conversar francamente de lo que a Ahydé le espera en los próximos meses. Dejaron fluir sus emociones ante el sufrimiento de su madre: desconsuelo, rabia y mucho miedo. En último término hablamos sobre qué hacer para ayudar a la mamá. Me preguntaron si era bueno o no que le contaran lo que verdaderamente le está pasando. ¿Se va a deprimir?, ¿dejará de luchar y se echará a morir?
Loreto y Javiera actuaban muy diferente de cuando las vi por primera vez. En realidad, no habían reaccionado tan distinto de como lo hizo mi mamá en su oportunidad. Es doloroso, a veces insoportable, enfrentarse al deterioro de la madre y a la posibilidad cierta de perderla. Eso lo sé, y lo repito en mis intervenciones familiares haciendo hincapié en que la negación inicial y la necesidad de escapar son naturales, que todas las formas de afrontar una situación como ésta son igualmente válidas, que los familiares deben respetarse unos a otros y centrarse en lo que cada uno puede entregar, sin exigir ni tratar de imponer a los demás la forma propia de ayudar. ¿Cómo fue entonces que prejuzgué el comportamiento de las hijas de Ahydé cuando estuve en su casa?
Contestando a sus preguntas les advertí sobre la clásica "conspiración del silencio". Sostuve que Ahydé presiente lo que le ocurre -si acaso no lo sabe con certeza- aunque aún no es capaz de expresarlo; y que necesita que sus seres queridos se lo confirmen. Les hablé de la angustia que seguramente le estaba provocando la incertidumbre respecto de su destino, y lo que le afectaba no poder conversar abiertamente con ellas de sus necesidades y temores. Les aseguré que el silencio sólo puede causarle desconfianza, aislamiento y soledad. Finalmente nos pusimos de acuerdo en la forma de abordar conversaciones honestas y amorosas con su madre. Me sentí tranquila después de despedirlas.

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Hoy hablé por teléfono con Ahydé. Estaba de buen ánimo. Me contó que Inés y Gastón, el paramédico del equipo, habían estado en su casa. Conversaron mucho rato, me dijo, pero lo que la puso más contenta fue que le cambiaron de posición la cama. Ahora la pieza se veía más amplia y, además, podría aprovechar mejor la luz del sol en las mañanas. "Ahora voy a despertar más contenta, porque
 
me encanta el sol", me dijo. También me comentó que Gastón la había hecho reír de buena gana con unos cuentos que ella creía que eran puras mentiras.
Aproveché la oportunidad para proponerle que tejiera un cobertor de lana para el sillón de descanso que tenemos en la Unidad. Así, pensé, podrá distraerse y sentirse útil. Le gustó la idea, pero tendría que esperar hasta fin de mes para comprar la lana. Le ofrecí llevársela en mi próxima visita.
Después de colgar no pude evitar preguntarme hasta qué punto era ésa una intervención pertinente en el ámbito de la psicología. Y aunque así fuera, ¿era apropiado que yo asumiera personalmente la compra de la lana, aún cuando con ello estuviera contribuyendo a una actividad sana para Ahydé? Me puse a repasar lo que había aprendido en la escuela de psicología respecto del setting terapéutico y la importancia de establecer bien los límites con el paciente. Pero opté por comprar la lana. Me siento confiada en que esta idea va a resultar beneficiosa para ella. La compartiré con mis compañeros de equipo en el taller de autocuidado del próximo viernes.

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Esta mañana visité nuevamente a Ahydé. La casa lucía más limpia y ordenada. Las hijas se mostraban atentas y comprensivas. Se respiraba un ambiente acogedor. Apenas llegué me comentó con satisfacción que sus hijas ahora están más cerca, más cariñosas y preocupadas por ella, incluyendo a Pilar, que la ha visitado más seguido "y se ha puesto más hablantina". Además habían conversado y llorado juntas, prometiéndose compañía y protección. Me sentí satisfecha al comprobar que se había tendido un puente de comunicación honesta entre Ahydé y sus hijas. A partir de ahora me toca ayudarlas a transitarlo. Trabajaré con ellas, les ayudaré a potenciar sus recursos y se los representaré como si yo fuera su espejo. También descubriremos juntas sus debilidades frente a la situación y las transformaremos en fortalezas. Con el apoyo de mis compañeros de equipo, las acompañaré y las cuidaré tanto como a su madre.

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La enfermedad avanza y el sufrimiento de Ahydé aumenta. Hoy su rostro estaba notoriamente deteriorado. La herida se expande y duele. Con angustia me confesó que evitaba mirarse al espejo y que la avergonzaba que la vieran, incluso sus hijas. Había abandonado su ilusión de trabajar. Se sentía cansada, sin fuerzas para realizar siquiera sus actividades cotidianas. Reconocía haber perdido su rol de dueña de casa, de mamá grande... y sobre todo, ya no se negaba a aceptar su destino. No obstante, la impotencia era su vivencia dominante ese día. Entre sollozos, se quejó conmigo de 

sentirse una inválida, de no poder hacer las cosas por sí misma: "tengo que andar molestando a los demás para que me atiendan y creo que se están aburriendo de mí". Le insistí que nadie se estaba aburriendo, que sus hijas recién empezaban a cuidarla. Orienté mi trabajo al reencuentro de Ahydé con su yo interno, con aquella mujer luchadora que con gran entereza se había sobrepuesto a muchas adversidades a lo largo de su vida. Le ayudé a identificar sus recursos protectores, a contactarse con ellos y a valorarlos como parte de su ser íntimo, donde reside efectivamente su fuerza y el legado que la hará trascendente. Antes de irme felicité a sus hijas por el buen uso que estaban haciendo del diario de síntomas que junto a Inés les habíamos enseñado a manejar.

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Hoy Inés y yo visitamos a Ahydé. A pesar de que su rostro se deteriora bastante más rápido de lo que yo esperaba, lo que más la inhabilita y angustia es su dolor de cabeza. Apoyándose en la Escala Visual Análoga, nos explicó que era bastante más intenso que aquel dolor punzante que siente en su mejilla y dentro de la boca: "...aunque aquí en la boca también duele harto... y me molesta cada vez más para comer...". Inés se comunicó con el doctor Arévalo para describirle la situación y evaluar la necesidad de hacer cambios en el tratamiento. El médico autorizó un aumento de las dosis de morfina.
Como apoyo al cambio medicamentoso, hoy intensificamos las prácticas de relajación que habíamos estado trabajando durante las últimas tres sesiones. Hicimos una relajación muscular progresiva, la que Ahydé, capaz ya de identificar sus propias necesidades, ha ido alternando con relajación pasiva, "ésa me gusta para antes de quedarme dormida....
así duermo mejor y no me despierto por el dolor. ". Luego
de la relajación hicimos un ejercicio de visualización para el manejo del dolor. Se sintió mejor. Le dejé un cassette que va guiando el ejercicio para que pueda repetirlo sin mi ayuda cada vez que lo necesite.

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Ahydé explica sus fuertes dolores de cabeza como producto de "los pensamientos que no dejan de rondarme ahí adentro". Claro, la enfermedad, el dolor, el deterioro de su rostro, la preocupación por sus hijos y, sin duda, el miedo a la muerte inevitable. Entonces, hoy la invité a conversar sobre la vida.
Me contó más de su familia, de sus nietos, de los más regalones, de los que la hacen sentirse orgullosa. Me mostró fotos que le ayudaron a rememorar distintos pasajes de su historia. Sin darnos cuenta de cómo pasó el tiempo, recorrimos juntas los momentos más importantes de su biografía. La dichosa inocencia de la niñez junto a sus
 
hermanos y amigos, el nacimiento de sus hijos, los hitos de su vida familiar y laboral, en fin, emergían entre risas y lágrimas, con un halo de nostalgia. Pero sobre todo, con la tranquilidad de haber vivido "haciendo lo mejor que pude... todo lo que estaba a mi alcance por el bienestar de mi familia...". Ahydé hizo un balance positivo de su vida "a pesar de todas las dificultades por las que tuve que pasar... porque supe salir adelante y eso me pone orgullosa...". Hoy regresé a casa con una sensación de tranquilidad y satisfacción.

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El cobertor de lana nos ha permitido abrir nuevas conversaciones: los colores que más le gustan, los calcetines que por años ha tejido para sus nietos, y los mantelitos blancos a croché para decorar su casa y también para regalar a sus amigas. En definitiva, la idea del cobertor está dando buenos resultados. En la medida que avanza en su confección, Ahydé ha dejado de centrarse cada minuto del día en su enfermedad y en el deterioro de su rostro. Esa simple pero hermosa obra de artesanía que van creando sus manos diestras, le está permitiendo expresar sentimientos de gratitud y dar un poco más de luz a su cotidianeidad. Sus manos me llaman la atención: pareciera que nunca se van a cansar como el resto de su cuerpo.
Conversamos también acerca de otras cosas que la emocionan, como la música y el baile. Me contó que desde niña siempre le gustó bailar, que desde que era joven y hasta hace poco, salía a bailar salsa, "bien arreglada, vestida para la ocasión". Compartimos nuestro gusto por Serrat. Me comentó que le recordaba su "época revoluciuonaria.... aunque por esos años lo que más escuchábamos era Quilapayún, Víctor Jara... pero Serrat me traía calma en medio de esos días tan revueltos...". Le pregunté si tenía algún cassette del cantautor catalán. "Se lo llevó mi hijo al campo", me dijo. Le ofrecí grabarle una selección y aceptó con gusto.

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Esta tarde le llevé el cassette de Serrat. Ahydé me lo agradeció con una sonrisa triste. Sentí su desolación. De diferentes formas me dejó ver su soledad y su angustia frente a la incertidumbre que la estaba acosando. Necesitaba volver a escuchar cuál es su estado actual, qué va a pasar con su cara, cuánto tiempo de vida le queda. Le aseguré que nunca íbamos a perder el control sobre el dolor, pero que no era posible detener el avance de la enfermedad.
¿Cuánto tiempo de vida le quedaba? Le respondí con humildad que eso no podíamos saberlo, que la única certeza de vida estaba precisamente allí, en el minuto que estábamos viviendo, y en cada minuto que pudiera aprovechar para comunicarse con quienes amaba, y para conectarse con
 

 

su intimidad, con esos valores que le han permitido vivir con dignidad y dejar una herencia de amor y fortaleza. Una declaración de Serrat atravesó nuestra conversación: "La mujer que yo quiero no necesita bañarse cada noche en agua bendita...". Nos reímos, y después callamos, para seguir escuchándolo.
Antes de venirme, Ahydé y yo hicimos un acuerdo: como no está en condiciones físicas de asistir a los controles médicos, yo transmitiré sus preocupaciones al doctor Arévalo. Le propuse además hacerme acompañar por sus hijas a la reunión con el médico. Aceptó con gusto. Una vez más sentí el valor de la confianza mutua que hemos construido, pero ahora había algo más: ya no se sentía impulsada a ocultar nada a sus hijas. Se veía confiada y casi deseosa de compartir la verdad con ellas, cualquiera que ésta fuera.

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Hoy me reuní con las tres hijas de Ahydé para conversar con el doctor Arévalo. Mientras lo esperábamos, Pilar aprovechó de retirar la morfina en el hospital. El doctor
 

La Creación - Marc Chagall (1887-1985)
fue claro y honesto: "es altamente probable que haya metástasis cerebral; a eso se deberían los fuertes dolores de cabeza". Por tal razón, les explicó, además de la morfina se le recetaron corticoides. Y concluyó: "estamos entrando en la recta final: Ahydé podría morir dentro de las próximas tres semanas".
El silencio que siguió fue elocuente: ninguna de las hermanas esperaba un desenlace tan pronto. Con apenas siete semanas de tratamiento, yo tampoco estaba preparada para escuchar algo semejante. ¿Había estado viviendo en mi propia negación? Pilar fue la primera en reaccionar. Hizo preguntas prácticas para el mejor cuidado de su madre durante el tiempo que le queda. Conservaba su característico hablar seguro, en notorio contraste con la expresión de angustia y pena profunda marcada en su rostro. Javiera y Loreto trataban de controlarse pero no paraban de llorar. En cuanto Pilar resolvió sus dudas, nos despedimos del doctor y abandonamos la consulta. Nos acomodamos en un escaño de los jardines del hospital. Las hermanas menores seguían sollozando y no querían aceptar el pronóstico del médico. Pilar, en cambio, seguía haciéndose cargo de cuestiones inmediatas: ¿cómo se lo decimos a la 

abuela?, ¿le avisamos a Manuel o esperamos un tiempo más?. En fin, demasiadas preguntas que sugerían un deseo inconciente de evadirse. En ese momento no hice más que contenerlas y acogerlas en sus sentimientos. Más tarde conversamos sobre las mejores formas de comunicarse con Ahydé a partir de ahora. Les entregué algunas herramientas que les permitirían controlar su ansiedad y los sentimientos de culpa, que ya estaban emergiendo en la conversación. Para profundizar en todo ello fijamos un próximo encuentro para mañana en la tarde.

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Este mediodía me esperaba Ahydé para que le informara sobre el pronóstico que entregó ayer el doctor Arévalo. No tuve mucho que decir, porque sus tres hijas ya le habían contado sobre la reunión que habíamos tenido con el doctor. Conversaron sinceramente con su madre sobre sus expectativas reales de vida, e hicieron planes a muy corto plazo para cumplir sus últimos deseos. Todo esto me lo dijo Ahydé en cuanto entré a su pieza. Increíblemente, se notaba relajada y optimista. "Nunca he estado más orgullosa de mis hijas... son unas macanudas", me dijo al concluir su alegre bienvenida. Yo no quise disimular mi emoción y la abracé largo, con fuerza. Ahydé comenzaba a redescubrir su sentido de vida... y a encontrar también un sentido a su sufrimiento, sublimado ahora en el amor compartido con valentía por las cuatro mujeres. Fue una experiencia alentadora para mí, en buena parte gracias a las hijas, las mismas que hace pocas semanas encontré desaprensivas e irresponsables.
Antes de irme me mostró el cobertor a medio terminar para pedirme una opinión sobre una nueva combinación de colores que había imaginado. Discutimos unos minutos y llegamos a un acuerdo... que implicaba comprar más lana. Pero esta vez no se molestó en disculparse por no poder adquirirla: "Usted me la trae, y yo sigo rapidito... ahora vamos a hacer todo rapidito, para que cunda, ¿o no chiquillas?". Cuando me acercaba a la puerta de calle, desde su pieza me recordó que este era un secreto, que tenía que ser una sorpresa para mis compañeros de la Unidad.

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Antes de ayer llegaron desde Puerto Montt la señora Isabel, madre de Ahydé, y Silvia, su hermana. Hoy la encontré contenta, aunque también un poco ansiosa, incómoda. Cuando estuvimos solas me confidenció que su mamá no había dejado de rezar junto a su cama. "A lo más se corre un rato para seguir rezando al lado de la ventana...", me dijo. Le pregunté qué era específicamente lo que le molestaba. Entonces conocí una nueva dimensión de su vida.
 
En 1973, su hermano Manuel, entonces dirigente del MIR, había sido torturado y asesinado por los militares días después del golpe. "Yo no estaba de acuerdo con la lucha armada, pero admiraba a mi hermano... Además, no lo pillaron con armas... ellos no tenían derecho a hacer algo así. Esa fue la primera vez que renegué de la existencia
de Dios. Después me reencontré con El, pero esta enfermedad me hizo alejarme de nuevo". Ahydé estaba enojada con Dios, sentía que la había abandonado, tal cual lo había hecho con su hermano. Le prometí hablar con su madre.
Me contó más de Manuel. Era su hermano mayor y el responsable de que Ahydé sintiera un gusto especial por la poesía de Pablo Neruda. Esto era un secreto muy bien guardado. Nadie más en su familia había cultivado gustos como aquél. Me pidió que abriera el último cajón de la cómoda. Ahí encontré "Confieso que he Vivido" y una antología del poeta. Me pidió que leyera, "no importa por donde parta. me da igual", y se acomodó con los ojos
cerrados. Su hermano muerto prematuramente y el poeta que nunca conoció personalmente, emergieron como poderosos inspiradores de una espiritualidad humanista, la espiritualidad de Ahydé, tan suya, tan íntima. Tan inédita y sobrecogedor a par a mí como experiencia. Al salir conversé con la mamá. Le expliqué la importancia de respetar las necesidades de su hija. Insistí en la idea de que Dios escuchaba sus plegarias y que siguiera rezando si eso la reconfortaba, pero que lo hiciera fuera de la pieza de Ahydé. Me pareció que la tranquilizaba darse cuenta que su hija estaba siendo atendida por un equipo que procura su bienestar, y que recibió de buena manera la orientación que le entregué.

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Hoy Loreto me llamó para avisarme que su mamá tenía listo el cobertor. Inmediatamente me coordiné con Inés y Gastón para juntarnos unos minutos en la casa de Ahydé al final de la jornada. Había dejado la cama para esperarnos sentada frente a la mesa del comedor. Vestía bata de levantarse y una mantilla que ella llamaba "mañanita". Sus hijas le habían coloreado las mejillas y arreglado el pelo. "Quería estar presentable para entregarles el cobertor", me dijeron después. Sus rostro -visible a medias por la gasa que cubría su herida- lucía muy cansado, pero reflejaba emoción y mucho afecto hacia nosotros. Mientras tomábamos un té con galletas que nos sirvió Loreto, Ahydé levantó de la silla que tenía a su lado un paquete envuelto en papel de regalo y lo puso casi en el centro de la mesa. "Ahí está…con mucho cariño para la señorita Inés y la señorita Susana. y para ti también rajadiablo, que me
has hecho tanto reír con tus mentiras…", dijo. Gastón reaccionó de inmediato levantándose y abrazándola con ternura. Inés y yo hicimos lo mismo, mientras él bromeaba 

echándose en un sillón del living cubriéndose con el cobertor y haciéndose el dormido.
Ahydé quiso expresarnos su reconocimiento con palabras: "Les debo tanto... nosotras les debemos tanto... no es cierto chiquillas... Yo nunca pensé...". Su voz se quebrantó y no pudo seguir. Inés desvió la conversación preguntándole por su mamá y su hermana. "Luego irán a llegar -nos dijo-… yo les pedí que me dejaran un rato sola con ustedes, así es que se fueron a pasear al mercado... Ellas se han portado tan bien, como una verdadera familia... nunca habíamos conversado tanto...". Cuando Gastón comenzó a envolver nuevamente el cobertor, Inés y yo reparamos en que el papel traía impresiones de ángeles, como los envoltorios de Navidad. "Quizás qué signifique eso…", me dijo Inés antes de subir al auto.
Para nuestra sorpresa, cuando Gastón daba el contacto al motor, se estacionó frente a la casa el doctor Arévalo. Nos había dicho que tenía un compromiso familiar ineludible.

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He podido ver como Ahydé se cobija entre los brazos cálidos de su madre, y disfruta sus últimos días junto a ella, sus hijas y sus nietos. Ayer la llevaron a la playa. "Quería despedirme del mar...y valió la pena, a pesar de que llegué toda molida por el viaje... Pero ahora no tengo ganas de conversar, estoy de verdad muy cansada...” señaló. Me quedé un rato más acariciando sus manos en silencio mientras se dormía.
Ahydé me recordó que el tacto es el último sentido que abandona al moribundo. Es como la última posibilidad de comunicación. Quizá por eso, tan hermosa y tan profundamente humana.

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Pese a los esfuerzos de Ana María, la asistente social del equipo, el mal tiempo que afecta a Chiloé ha impedido a Manuel atravesar el canal para venir a despedirse de su madre. Ahydé lo espera con serenidad. Parece tener la convicción de que aún estará ahí cuando su hijo pueda llegar.
Su estado de salud ha empeorado notoriamente. Nuestros encuentros son cada vez más silentes, pero cuando está de mejor ánimo, Ahydé me habla de los pequeños detalles de la vida... de aquellos valiosos matices de cada día, frecuentemente imperceptibles para las personas sanas: el sol que entibia sus mañanas a través de la ventana, la posibilidad de releer sus poemas preferidos, el tiemo compartido con sus hijas al desayuno, ritual de pancito caliente y olor a chocolate que "me alegra el despertar…". Ha cambiado el valor que Ahydé otorga a lo cotidiano. Yo también cambio compartiendo su experiencia. Y se lo agradeceré siempre.
 

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La familia se sorprendió esta mañana con la llegada de Manuel. Ahydé estaba feliz de verlo, y de verlo bien, como todos comentaban. Sin embargo, su condición de madre
-que se expresará hasta el último minuto de su vida- no le ha permitido evadir la preocupación por su hijo. Sabe que la adicción a las drogas no es un problema que se resuelve de la noche a la mañana y que Manuel necesitará de mucho apoyo y contención para salir adelante. Lo mismo que Loreto, para terminar sus estudios de enseñanza media. ¿Quién se ocupará de ellos?
La respuesta vino de Silvia cuando le pregunté si había algo que quisiera decirle a su hermana. "Lo que le he dicho desde que llegué... que puede irse tranquila, que la vamos a echar de menos, pero que aquí queda su hermana mayor para apechugar con todos sus cabros... Siempre pensé que si me pasaba algo yo le encargaría mis chiquillos a la Ahydé... lo conversamos hace muchos años, una vez que estuve hospitalizada por una apendicitis que se me estaba complicando...".

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Ahydé se ha dado tiempo para conversar con cada uno de sus hijos, y entregarles sus últimas lecciones de vida. Ellos le han brindado la tranquilidad de que saldrán adelante y que podrán desenvolverse en la vida inspirados en su ejemplo. "Puedes irte tranquila y descansar en paz... nosotros vamos a estar bien...", le escuché decir ayer a Loreto. Lo habíamos conversado muchas veces: dejarla partir no significa desear su muerte; al contrario, es un acto de suprema generosidad.
Por otra parte, Ahydé ha intentado resolver conflictos pendientes que no había sido capaz de enfrentar. Ha pedido perdón y ha perdonado. También ha aceptado con serenidad aquello que no podrá resolver, como el alejamiento de su marido, sin explicaciones ni motivo aparente. Esa disposición le ha traído fortaleza y alivio. Me fui con la convicción de que ha sido capaz de construir un camino propio para transitar sus últimos días, para vivirlos en paz, para despedirse de sus seres queridos y enfrentar con valentía el insondable misterio de la muerte.

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Esta tarde casi no conversamos. Ahydé se veía abatida. En pocos días su rostro se ha deformado considerablemente. Las punzadas en su mejilla le hacían casi imposible hablar. Estuvimos observando las fotos que desde hace un tiempo se han ido incorporando a su entorno, el "Confieso que he Vivido" de Neruda encima de su velador, el cassette de Serrat que alegró nuestros encuentros. A través de sus 

ojos, de una sonrisa apenas esbozada y de sus apretones de mano, sentí lo que significaban cada uno de esos detalles para ella.
Ya casi no come. Rechaza los medicamentos y vomita. Me dolió verla así. Seguro que estamos muy cerca del final.

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Esta noche viajo a Santiago y Ahydé lo sabe. Nuestro encuentro de hoy tuvo gusto a despedida porque no teníamos la certeza de volver a vernos. Mi viaje es impostergable ya que en las próximas horas llegará al mundo Antonia, la primera hija de Mariana, mi amiga del alma. Regresaré a Concepción en tres días. Quisiera volver a tiempo para acompañar a Ahydé en su partida.

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Estoy de vuelta en casa de Ahydé. Ella sigue en su habitación, pero en realidad, es como si ya se hubiese ido. Ha perdido total contacto con el mundo que la rodea. No hice más que acariciar su frente y tomar por algunos minutos sus manos entre las mías. Apreté play, y despacito empezaron a sonar los primeros acordes de “Siceramente Tuyo” de Serrat. Sentí que sabía que yo estaba ahí y que esa era mi manera de despedirla. La miré por última vez, recordando con emoción que antes de partir a Santiago me dijo que me acompañaría y me cuidaría desde arriba. Esa fue su promesa. Y hoy a su lado lo sentí así.

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Ahydé murió. Un sentimiento de vacío invade a su familia, especialmente a sus hijas, que se ocuparon de su cuidado. No hay nada más que hacer. Se acabaron la premura y los cuidados acuciosos. Con el descanso de Ahydé, empieza el duelo para la familia.
La señora Isabel y Silvia regresan hoy a Puerto Montt. Manuel se quedará un par de semanas en Concepción para estar con sus hermanas. Con ellos decidimos realizar una intervención familiar en duelo. Paralelamente evaluaré la necesidad de hacer un trabajo individual, especialmente con Javiera. O quizá alguna de ellas se interese en los talleres que ofrece la Unidad para compartir experiencias entre quienes acaban de perder a un ser querido.

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Ha comenzado el duelo también para mí. Pero la experiencia me dice que el trabajo con los hijos de Ahydé será reparador, ya que me tocará acompañarlos en el proceso de recuperación del valor y del sentido de sus vidas sin su madre, pero iluminados por su legado de amor y valentía. Seguramente retomarán sus respectivos caminos, más
 
fuertes, más maduros, más sensibles, después de haber vivido una experiencia que, aunque dolorosa, los hará crecer como seres humanos. Yo intentaré hacer lo mismo, apropiándome secretamente de la herencia de Ahydé.

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Concepción, 6 de junio: hoy Antonia cumple dos semanas en la apasionante aventura de vivir. Gastón recibe su certificado de capacitación en farmacología básica. Tendremos celebración en la Unidad.
 

 


Conflicto de Intereses

Correspondencia

Ps. Susana Muñoz Politzer
Av. 11 de Septiembre 1881 of. 1013.
Providencia - Santiago de CHILE
e-mail:    susana.munoz@psicooncologia.cl munozpolitzer@entelchile.net
 


Referencias Bibliográficas

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ISSN 0717-1919

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